El 24 de mayo de 1999 partí desde Quito, rumbo a Madrid y luego a Pakistán, para encontrarme allí con mis compañeros de expedición, lamentando la ingrata noticia de que una de mis mochilas se había perdido en algún lugar del aeropuerto de Londres y de que, las otras dos, no podían ser retiradas de la aduana de Karachi, pues había huelga. Debí llegar el 11 de junio al pie del K2, con un par de zapatillas adquiridas en Rawalpindi, mis blue jeans, una camiseta y un chaleco, 100% algodón marca PINTO, hecho en Ecuador. Eso era todo lo que tenía.
Afortunadamente, dos semanas más tarde llegaron mis maletas.
Durante el mes de junio y casi todo julio nos la pasamos colocando los campamentos: C1 – 6.100 m., C2 – 6.700 m. y C3 – 7.250 m.
El 26 de julio, Fabrizzio y yo, salimos desde el CB con destino a la cumbre. Al llegar el día 27 al sitio del C3, fue muy doloroso comprobar que el campamento había desaparecido por una avalancha. Perdimos 3 tiendas, comida, gas, etc., y toda mi ropa de pluma para el ataque a la cima.
Tuvimos que bajar nuevamente al C2, recoger nuevos materiales y volver a subir.
Yo alimentaba la esperanza de que mis compañeros pudieran prestarme lo que me hacía falta para llegar a la cumbre.
No me puedo olvidar la solidaridad y con ello la gratitud a mis compañeros de expedición y también a Abele Blanc y Marco Camandona que, entre todos ellos, me prestaron todo lo que pudieron: guantes, chaquetas, pantalón, cantimplora, gorros, etc. Definitivamente, esta expedición era la de la “ropa prestada”.
El 30 de julio, Fabrizzio y yo llegamos a 8.050 m. de altitud, al sitio denominado “el hombro”, allí plantamos, como último campamento, el C 4.
HACIA LA CIMA DEL K2
En la madrugada del 31 de julio, a las dos de la mañana, dejamos nuestra tienda para el ataque final. Desafortunadamente, Fabrizzio tuvo problemas de enfriamiento en uno de sus pies y se vio obligado a parar una hora en la carpa que nuestros compañeros habían colocado cien metros arriba de la nuestra. Finalmente desistió de continuar su ataque a la cima. Debía seguir solo, no me quedaba más opción; así registré la experiencia de mi ascenso a la cima en mi diario de expedición:
“Ahora me hundo en la nieve floja, pero ventajosamente puedo aprovechar la huella que han dejado los coreanos y eso me ayuda muchísimo. A pesar de la total seguridad que tengo de llegar a la cumbre, casi no puedo disfrutar el momento, porque me preocupa mucho el descenso y el temor de que me alcance la tormenta (el parte metereológico había indicado que a partir del medio día entraría una tormenta). Pero tampoco puedo perder la concentración, estoy muy cerca de alcanzar otro momento espectacular y extraordinario en mi vida. Subo lentamente, hundiéndome con humildad en la nieve floja y sacando con paciencia cada una de mis extremidades, para dar el siguiente paso. Mi acción de ascender es un hecho mecánico, repetitivo, con la mirada fija en el siguiente paso, con todos mis sentidos torpes y espesos, pero tratando de aguzarlos porque ellos son el soporte y el puente de contacto con mi yo interior. Adentro, en la mayor quietud de mi espíritu, resuena únicamente mi mantra personal, expresamente elegido para este gran proyecto: Con fuerza y con humildad lo vas a lograr.
Al inicio de la rampa que lleva al Cuello de Botella empieza a amanecer y eso me da algo de alivio, no he de negar que subo con miedo pues no me imaginaba que debía afrontar solo este ataque final a la cima del K2. Hay algo especial o de magia con la presencia de la luz; la oscuridad asusta, aterra, intimida, me achica, y de repente ver ese rosa-púrpura en el horizonte e imaginarme que en unos minutos llegará las luz me da alivio, me asiento, vuelvo a ser ese yo que cree en mi mismo, que a pesar de que el camino que me falta por recorrer es enorme, soy capaz de esbozar una sonrisa de gratitud con la vida.
Deben ser las 8 de la mañana cuando llego a la travesía de la Aleta de Tiburón (mirar el reloj es todo un trámite al tener que descubrir tres capas de chaquetas y dos pares de guantes). Me paro al inicio del tramo que debo escalar y exclamo un ¡ madre mía, cómo voy a pasar esto, si estoy solo y no puedo poner un seguro por lo menos ! Se trata de un travesía en hielo pelado con una inclinación de unos 65 grados. Algo de esas características en cualquiera de mis queridas montañas natales ya representa una obra de mucho cuidado y atención, en estas circunstancias a casi 8.300 metros de altitud, con poco oxígeno, solo y sin ninguna posibilidad de seguro…me muero de miedo. Clavo el piolet hasta donde puedo y me inclino sobre su cruz a rezar, es la única y mejor herramienta que tengo y que me queda. Termino la oración y me repito una vez más mi mantra del K2: “Con fuerza y con humildad lo vas a lograr”. Así como la presencia de la luz conjura el miedo a la oscuridad, la presencia de la acción lo hace con el miedo a caer. Empuño mi piolet y me lanzo de lleno a escalar esa travesía. En ese momento ya no hay tiempo, solo espacio y acción, los crampones de mis botas con cada golpe aferrándose al hielo, el piolet con cada golpe hiriendo esa superficie helada y yo resoplando al máximo entre la ausencia de oxígeno y el poder de la adrenalina. Escalo como si fuera una meditación, ¡ perdón, corrijo, es una meditación! Cuando estoy por afrontar la parte más vertical de la travesía mi corazón da un vuelco, pero de la alegría, alcanzo a ver que el equipo de Um (los coreanos) han puesto una cuerda fija. Unos metros más y doy con la cuerda, “estoy salvado”. Me hago un seguro y pego mi cara contra la pared para tomarme un respiro, solamente en ese momento que he salido de mi proceso meditativo, caigo en cuenta que mi corazón late a tope, que le golpea a mi pecho como queriéndose salir. Respiro, me recupero; respiro, me recupero.
Vuelvo a la escalada con más ánimo, el saber que la presencia de esa cuerda me ayudará en el descenso me alegra mucho.
Afronto la enorme ladera de la “Aleta de Tiburón” que vista desde donde estoy se me antoja interminable, entro entonces en otra fase meditativa: respirar, ascender, respirar. No hay pensamientos, es un ascenso en medio de la vacuidad, con la única nota preciosa de mis respiraciones y mis jadeos. En esas estoy cuando subítamente me sacan de mi ascenso-meditación una voces que son tan perceptibles en semejante silencio. Es Um que ya está bajando con su equipo de la cima, al acercarse le abrazo para felicitarle, con este K2 el termina la carrera de sus 14 ochomiles -con oxígeno-, momentáneamente se saca la mascarilla y me dice -Congratulations, without oxygen. Just thirty minutes for the summit- Le correspondo yo también el cumplido y antes de que desaparezca alcanzo a decirle -Hey Um, thank you very much for the rope-
Cuando por fin alcanzo la arista de la cumbre, súbitamente mi cara y mi cuerpo reciben un doloroso latigazo por la fuerza con que sopla el viento desde el lado Chino. Me encuentro justamente sobre la línea imaginaria que separa China de Pakistán a escasos diez pasos de la cima, pero me veo obligado a agacharme y caminar casi a gatas los últimos metros para impedir que el viento me arroje con fuerza hacia la ladera Pakistaní.
Lentamente doy uno, dos, tres pasos y ya está…¡por fin! en la cima del K2, la segunda montaña más alta del planeta, pero indiscutiblemente la más difícil de los ochomiles. Son las diez y quince de la mañana del 31 de Julio. Ahí coincido con dos miembros más del equipo de Um, uno ha subido sin oxígeno. Me puedo abrazar con ellos para celebrar mi propio K2. No hay emoción, no hay lágrimas, peor llanto, solamente un poco de alivio porque ya no hay más que seguir subiendo y nada más. Todavía me queda la bajada.
Entre el viento que me castiga con dureza, el temor que tengo de bajar solo y la preocupación de que la tormenta me alcance en no más de una hora, no tengo ni la concentración ni el tiempo necesario para entender y disfrutar este momento único en mi vida. A tientas, busco en la mochila la única bandera que se salvó de la avalancha, la bandera de mi querido país, en la cual con toda la convicción y la fe de que llegaría a la cumbre había escrito hace unas semnas un mensaje para mis doce millones de hermanos ecuatorianos: “ECUADOR, CLARO QUE PODEMOS”. La despliego con inmensa emoción pero sobre todo con profundo orgullo de venir de una tierra y de un país generoso, que me ha dado todo. A uno de los coreanos le pido que me filme y me tome un par de fotografías.
El viento inclemente y el miedo a la tormenta no dan para mucho. Después de apenas quince minutos en la cima guardo las cámaras, la bandera, me despido de los coreanos y empiezo a bajar, quiero volar, esto si es un “sálvese quien pueda”, me aterra la tormenta, la tengo atrás pisándome los talones.
SOBREVIVIR A LA TORMENTA
El descenso se torna dramático, el vendaval me ha alcanzado justo por debajo del Cuello de Botella. No puedo ver más allá de cinco metros, el viento y la nieve me castigan con dureza, no sé si es mejor desprenderme de las gafas; lo cierto es que la costra de hielo que me cubre el rostro impide toda visibilidad; y lo que es peor, me dificulta más aún, la ya complicada tarea de respirar. Tengo miedo, mucho miedo de no salir con vida de aquí.
En semejantes condiciones me es imposible encontrar la dirección exacta hacia el C 4. Estoy perdido. Tengo miedo.
En medio de mis rezos, mi temor y mi desesperación logro divisar un fantasma en medio de la tormenta, es Alí Ghulam, un porteador de altura pakistaní, que ha salido en búsqueda de los dos coreanos que están aún arriba. A tientas encontramos la carpa del C 4 de mis tres compañeros de expedición que subieron ayer a la cima.
Allí está Fabrizzio esperándome, muerto de frío y también asustado por la tormenta. Las horas pasan, en medio de nuestra angustia. Yo tengo todo mojado, por dentro y por fuera. Una noche en éstas condiciones, sin cambiarme de ropa ni usar mi funda de dormir, ¡me imagino que supondría una o varias congelaciones!
A las cinco de la tarde en medio del rugido de la tormenta alcanzó a escuchar unos gritos. Son los dos coreanos pidiendo auxilio, han estado perdidos en medio de ese infierno blanco cerca de cinco horas; me asomo a la puerta de la minúscula tienda en la que nos guarecemos y el vendaval me zarandea sin piedad, las violentas volutas de nieve polvo que golpean mi cara están por ahogarme. Inmediatamente me llevo el silbato de metal a la boca sin darme cuenta que está congelado y siento violentamente que ese frío helado me muerde los labios, me veo forzado a arrancarme el silbato de mi boca y con él salen pegados unos jirones de mi piel; escupo la sangre, no hay tiempo para lamentaciones y empiezo a silbar con fuerza, hasta cansarme. Por fin veo dibujarse en medio de la borrasca un par de esperpentos envueltos en hielo sus caras y sus ropas. Entran a la tienda, les hacemos espacio, uno de ellos tiene principios de congelación en sus manos, el otro ha podido aguantar mejor la tormenta.
A las seis de la tarde decidimos jugarnos el todo por el todo, pues sabemos que una noche a 8.050 m., metidos cinco en una carpa, sin ropa de cambio y sin cocineta para fundir nieve, fácilmente podría convertirse en una larga noche de infierno.
Estamos resueltos a encontrar nuestro campamento cuatro, a cómo de lugar, es la única salvación. Al fin y al cabo, pienso yo, cinco pares de ojos han de ver mejor que uno solo.
Ya entrada la noche, por intervención de la Gracia Divina y de todo su ejercito de ángeles de la guarda, logramos hallar nuestro C. 4. Ahí nos juntamos con todo el equipo coreano. La mitad de mi vida se había salvado, la otra mitad todavía estaba en vilo porque el Campamento Base estaba casi tres mil metros más abajo.
Siguiente día, la tormenta no cesa ni un segundo, una a una las carpas del C 4, van quedando sumergidas en medio de la abundante nieve que se acumula, y lo que es peor, la nuestra está a punto de destruirse por la fuerza del viento.
Existen algunos momentos en los que lo único que queda es rezar y no perder la esperanza. Este es uno de ellos.
(El resto del épico descenso lo contaré completo en mi próximo libro. Tengan paciencia por favor)
Dos días más tarde llegué al campamento base, a las tres y quince de la tarde del dos de agosto. Solamente allí entendí lo que había sucedido: era una especie de sobreviviente que acababa de vivir una de las experiencias más intensas en la segunda montaña más alta del mundo; y que había logrado salir vivo de semejante situación, para contarles a mis hijos, a mis amigos, a mi ciudad y a todo mi país que SI PODEMOS, que no hay metas, ni objetivos inalcanzables en la vida. Que cuando se piensa en GRANDE, las conquistas son también muy GRANDES. Que hay que entregarse con constancia, con disciplina, con fe y sobre todo con muchísimo AMOR.