Viernes 4 de octubre, nueve de la mañana:
Voy de camino hacia la cima, chequeo el altímetro y observo que marca 8.050 m., haciendo cuentas, descubro que ya voy cerca de seis horas conversando conmigo mismo. Arranco nuevamente y me animo a seguir en mi propio monólogo.
Solo me faltan 151 metros.
A pesar de estar sumergido en aquel estado meditativo donde solo cuento los pasos que doy, de vez en cuando me escapo de allí y me observo desde fuera.
Me descubro entonces como un bulto envuelto en ropas, agachado para huir del viento, con dos enormes manoplas apoyadas en los bastones de esquiar para no perder el equilibrio, dando uno tras otro, pasos torpes, desordenados y pretenciosos, por subir un poco más.
Juego entre mirarme desde adentro y desde afuera, después noto que yo no soy el que juega, si no que soy el juguete de mis propias ilusiones, de mis propias mentiras, de mis propias verdades, de mis falsos miedos y mis verdaderas fortalezas. Luego, en una milésima de segundo se termina el juego, todo se funde y vuelve a ser uno solo, el de adentro y el de afuera se juntan. Ambos suben, los dos se cansan, ambos se apoyan.
La cumbre está cerca.
Camino entre dormido y despierto. De vez en cuando alzo la mirada, y solamente veo más cuesta con horizontes falsos y ninguno de ellos indica la cima. Repetidas veces es fuerte la tentación de parar, de acostarme por un momento y dormir plácidamente, pero lucho para convencerme de que eso es imposible.
Me obligo a buscar más recursos todavía para no parar y se me ocurre uno, quizás más burdo que el del juego de verme desde adentro y desde afuera. Se me parece entonces una Ninfa bella y voluptuosa , con un cabello lustroso que reluce con el mismo sol que tengo ahora, que me invita a que le haga el amor, aquí mismo y en este lugar. Con esta imagen yo mismo me río a pesar del embotamiento que tengo en mi cabeza.
Por un momento me imagino que si deveras apareciera la Ninfa y me insistiera en las artes del amor, humildemente le diría: “lo siento por hoy, no se da cuenta que casi soy un despojo que solo quiere dormir, si tiene a bien asómese en otro momentito” Y vuelvo a reirme.La mejor referencia que tengo del tiempo que emplearon en subir desde el Campo 3 a la cima, la semana pasada, es de seis horas.
Logradas por un catalán y un suizo. Chequeo el reloj y compruebo que estoy a tiempo para llegar a la cima en ese tiempo y empiezo a repetirme a manera de mantra: No pares, seis horas a la cima, no pares, seis horas a la cima
Mientras voy subiendo, descubro que el mantra funciona para luchar contra el sueño y empiezo a cuestionarme su validez, si es mejor seguir con aquel juego de verme desde adentro y desde afuera o continuar con este recurso barato del tiempo de ascensión. Yo, fanático defensor de la teoría de que el montañismo te ennoblece porque tiene lugar la competencia más difícil que te puedas imaginar, la que tiene que ver única y exclusivamente contigo mismo; me encuentro ahora movido por un discurso que no es el mío: competir por lograr un tiempo.
¿Es que a eso me lleva la desesperación?
Pero me hace bien saber que ahora soy capaz de cuestionarme, pues hasta hace un momento era un bulto luchando por no dormirme. Sin complicarme demasiado, acepto mis errores de concepto, mis errores de ser humano en camino de aprendizaje y rectifico. Fiel a mi concepto, sabiéndome todavía vulnerable, encuentro un nuevo mantra, y al recitarlo mentalmente, me siento aliviado, identificado con él: No pares, por amor propio, no pares.
Desilusionado al no saber donde está la cima, ya no alzo a ver, solamente asciendo mirando los pasos que doy; frecuentemente me sueno la nariz, me tapo la boca, me la vuelvo a destapar, subo y camino. Ahora el mantra y yo nos hemos hecho uno solo.
Con miedo a la desesperanza alzo discretamente la mirada hacia el horizonte y por fin… La cima, al fin la cima.
Ahora viene esa descarga final de adrenalina que me empuja, ya no hay mantra, ahora hay energía propia y voluntad que me mueve, que me anima.
Ahora sé que estoy despierto, que ya se acabó esa batalla que me parecía interminable, entre soñar y ser parte de la realidad.
Doy los últimos pasos y llego por fin a la cumbre. Once y cinco minutos de la mañana del día cuatro de octubre, a 8.201 m. de altitud en el punto más alto del Cho Oyu, la diosa turquesa del Tíbet.
Me desembarazo de la mochila, la lanzo al piso y lo primero que se me ocurre es decir mentalmente: ¡Ya está, por fin se acabó!
De repente se descorre el velo de nubes y la encuentro allí, frente a mí, enorme, bellísima y descomunal, la CHOMOLUGMA, el EVEREST, apenas a 30 km. de mis narices, esa montaña que ha marcado mi vida. Me doy tiempo para reconocer las dos aristas por donde he subido, la saludo, le hablo y le agradezco.
No hay nadie a mi alrededor, estamos completamente solos en medio de la dualidad que significa que no haya nadie más en la cumbre de una montaña. No hay abrazo de cumbre, pero el espacio otorgado es únicamente para mí; no hay voces de felicitaciones mutuas, pero hay suficiente silencio para escuchar el bailoteo de las banderas budistas que han dejado los sherpas en la cima del Cho Oyu. No tengo con quién compartir el último sorbo de té, pero ellos están conmigo.
Abro la tapa de la mochila y saco primero el peluche, luego la funda de plástico que protege el dibujo de mi hija Kamila, la carta de mi hijo Andy y la foto en la que estamos juntos.
Ahora estamos allí, los tres, en la cima. Ella, luciendo uno de sus mejores atributos: la dulzura de su sonrisa; él, la transparencia y la luz de su mirada; y yo, arrodillado para huir del viento, sumergido en la calidez de ese pedazo de papel que me recuerda la mañana cuando fuimos ilusionados a regalarle la mejor sonrisa a aquél señor que estaba detrás de la cámara. Hoy, esa sonrisa está en manos del verdadero destinatario. Luego abro el dibujo, papá en la cima del Cho Oyu; y en la carta “… Pa, me siento feliz de tenerte a mi lado”
Soy feliz, muy feliz, ahora que pienso en ellos.
Luego, rezo de la manera más simple que se me pueda ocurrir: “…gracias Dios, gracias por ellos, por el amor de mi hermana, por las oraciones de mi madre, por la ternura de mi sobrino, por todos los que quiero, gracias por esta nueva cima”
Saco la bandera del ECUADOR, la coloco en la cumbre, tomo fotos, intento filmar (la cámara se ha estropeado con el frío), vuelvo a intentar, algo consigo. El tiempo vuela y tengo que bajar.
Miro por última vez a la CHOMOLUGMA con gratitud y cariño. Doy un grito completo recorriendo con mis ojos todo lo que alcanzo a ver desde la cima: montañas, muchas montañas y la inmensa planicie del Tíbet.
Al bajar dejaré que todo mi ser se empape lentamente de cada sensación, de cada vibración y de cada vivencia que a partir de ahora pasará a ser un gratísimo recuerdo.
Ese mismo día a las seis de la tarde estuve de vuelta en el campamento base, como me lo había prometido, para pedirle a Pemba que me premiara con el manjar que había soñado durante todo el descenso: un plato de arroz con dos huevos fritos.